sábado, 10 de diciembre de 2011

En el metro.

El calor en el metro era asfixiante. Se despertaba en mi una laxitud irremediable. Apoyado en el pasamanos de la escalera, maldecía a aquella estación por no tener escaleras mecánicas que hicieran más llevadero el descenso por aquella garganta de azulejos vetustos, cemento con manchas ancestrales, y olor a humedad metálica mezclada con olor humano. Mientras descendía, un hilo de sudor empezaba a derramarse por mi espalda a la vez que el calor iba aumentando y de repente algo me distrajo, hizo que me detuviese y allí, en el rellano de una entreplanta, entre escalera y escalera, la imagen de un río de personas saliendo de un tunel a la izquierda y bifurcandose entre las diferentes corrientes posibles: bajar por la siguiente escalera en dirección a la línea 5, subir por la escalera que yo bajaba para salir de la estación o seguir hacia el pasillo de la derecha que llevaba a otra salida. Eran hormigas, saliendo de las entrañas de la tierra. O más bien peces, siguiendo las corrientes del mar, dirigidos por sus instintos, conocedores de la dirección exacta a donde ir, pero sin mirar, sin pensar, en manada o en bandada, en fila india... 

Me abría paso entre la corriente de peces que pasaban de un tunel inmundo a otro y ocupaba mi lugar para fluir con ellos hasta mi destino. El sudor empapaba mis sienes y mi frente, y la sensación de ir encaminandome hacia el centro de la tierra comenzaba a tomar forma después de bajar la cuarta planta subterranea para llegar al andén. A mitad de la escalera empezó a oirse como si el tren comenzara a entrar en la estación y comenzó el mayor de los despropósitos que hasta ese momento consideraba como tal...La avalancha. El rítmo de la turba comenzó a aumentar, empujándome hacia un lado, casi lanzándose por las escaleras hacia el tunel que desembocaba en el andén. No entendía qué pasaba y cuando llegué al andén, el tren estaba cerrando sus puertas. Cuando se marchó vi en la pantalla el tiempo de espera hasta el siguiente tren : 3 minutos. En ese momento pensé que en esta ciudad debían de valorar el tiempo muchísimo, ya que arriesgarse a un atropello, a una mala caida o a romperte algo al ir tan rapido para coger el tren, a pesar de que dentro de tres insignifantes minutos aparecerá otro, debía merecer la pena, porque quizás llegar trés miserables minutos más tarde al lugar de tu destino, debe ser una falta imperdonable. Quizás mi simplista mentalidad sureña hace que la percepción del tiempo sea algo más dilatada y flexible. Lo averiguaría con el tiempo. 

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