jueves, 19 de enero de 2012

Náufrago en un mar ambarino.


Naufrago con el licor que me embriaga y que abre las celdas de los demonios que me habitan.

Me descubro en un atardecer líquido, donde una esfera llancente explota en rojizos destellos y trae la oscuridad hasta la puerta dónde los duendes tocan acordes disonantes y lánguidos, dejándo paso a un centenar de luciernagas meláncolicas que tililan en el sombrío manto de Morfeo.

Me lleva el viento entre notas alargadas de violines y mi corazón estalla con los pizzicatos de un piano que ha perdido el control y el sentido de la melodía. Formas que alteran el color de la ciudad se vuelven líquidas y escurridizas en una llovizna iridisada de lamentos y soledades. Y brillan con fuerza, en azules cinabrios, verdes esmeraldas, y un fuego que oscila y se convierte en una indecisa amapola que anuncia una fría primavera.

Una luz blanca destrona a la anárquica composición y el viento vuelve a soplar y me lleva, como hoja de papel liviana, en la que hay escrito un nombre repétidamente, con trazos violentos en ocasiones, y otras con una dulzura conmovedora.
Entre los trazos caligráficos, se eleva con el viento un Mi menor que se prolonga hasta alcanzar los dedos de una ninfa, que de soledad palidece y se convierte en una piedad soportando el peso de un ser ausente, viviendo en otro universo.

A millones de años luz, estalla una galaxia en colores que jamás se podrán percibir. En la calle, el silencio de la noche se rompe por intermitentes coches que huyen buscando el refugio del hogar. Bajo un lago de espuma marmórea, el elixir ambarino donde bucean los demonios, libres, se va vertiendo en la garganta del infierno y el sopor se apodera de ellos para sumirlos de nuevo en la esclavitud. Las luces van apagándose y un único azul grisaceo queda en la retina, envuelta en tinieblas. Se desprende un lamento lascivo que nadie oye, que nadie podrá interpretar jamás, y miles de espejos se rompen, miles de preguntas quedarán vagando tristes en un limbo de ignorancia.

En cuanto los ojos ciegos se cierran, el mundo se vuelve mudo, y todo lo vivido sólo se convierte en unos cuantos kilobytes de memoria inútil, en lo profundo del hipotálamo, se anexa a otros tantos. El reloj suena, comienza la música. Las calles se llenan del murmullo de cada día, y solo trae paz a este ser en guerra interminable, una pieza de Chopin el Nocturne Op. 9 No. 2, mientras la ciudad va parsimoniosamente despertando.